sábado, 19 de enero de 2013

Dos días con Pablo Paniagua


Llevaba 11 días perdida por la capital de Camerún y el tiempo me acompañaba: no llovía ni  hacía demasiado calor.  Al día siguiente emprendía mi viaje a Ngovayang donde el hermano Pablo Paniagua me esperaba para comer. En África la mayoría de las carreteras son pistas de tierra, con lo que 240 km, se convertían en una larga mañana de viaje.

Salí a las 8.15 de la mañana de Yaoundé con el hermano mercedario Dinis quien condujo durante todo el viaje.  Dejamos atrás los atascos y baches de la capital camerunesa, señales de limitación de velocidad y zona escolar. A las 2 horas y media de viaje paramos a descansar cerca de un río. Cuanto más nos acercábamos al sur más se notaba la humedad y el calor.


Era la una y cuarto del mediodía cuando llegamos a Ngovayang. Pablo Paniagua nos esperaba con los brazos abiertos. Después de las presentaciones y algún que otro chiste de gallegos, nos dirigimos hacia el comedor, donde en la mesa había todo tipo de manjares. Enriqueta, cocinera y ayudante de Paniagua en las labores del hogar, había preparado un sopa, patatas guisadas con carne, ensalada y de postre piña recién cogida de la tierra.  Era una mujer muy risueña y atenta así como educada. Tenía 38 años y 5 hijos; está muy feliz porque dentro de 2 semanas se casará con el padre de sus hijos, con el que lleva viviendo más de 20 años, pero por motivos de dinero, no pudieron celebrar antes la boda.
Enriqueta
Pablo nació en Carballiño, Ourense, hace 74 años. Claro que tiene morriña gallega, pero toda su vida está en África. Es una persona excepcional, y muy entrañable.  Pablo Paniagua es hermano de la congregación religiosa de los mercedarios. Cuando tuvo que regresar a España, le asignaron el cargo de bibliotecario en Poio. Triste y deprimido, Pablo no podía seguir llevando aquella vida de silencio entre libros.  Aquello era una tortura para él; un hombre lleno de vida, que pasó por muchas vicisitudes en el continente negro, tenía que regresar a su hogar, tenía que regresar a África. Su labor ahora es integrar poco a poco a la etnia pigmea en la civilización africana. Con mucho esfuerzo y dedicación lo está consiguiendo. Durante dos días el hermano Paniagua me acogió en su casa colonial la cual tenía más de 100 años de historia, pues la habían construido los alemanes en época de colonización.


Después de comer no hubo tiempo de siesta. Había que aprovechar al máximo el viaje y la estancia en Ngovayang. Pablo nos enseña todas las instalaciones que allí tenía, como el hospital, un proyecto de Médicos Mundi que gestiona él con personal camerunés.  En este pequeño centro hospitalario solo disponen de un médico que está 3 días a la semana. El resto del tiempo lo pasa en Kribi, una pequeña ciudad costera a 90km de Ngovayang,  donde reinan las playas vírgenes, y que  ya ha sido invadida por los “guiris”. Además del hospital, Pablo Paniagua ha construido un colegio para las niñas pigmeas.  Hay dos naves para la escuela, y la llanta de una rueda de un coche es el “timbre” que indica el inicio y el final de las clases.  

Entramos en una casa bastante grande, con muchas habitaciones y un comedor donde vivirán durante el curso escolar 40 niñas pigmeas. Les están pintando las literas de color rosa, “se pondrán contentísimas cuando lleguen y las vean pintadas” dice Pablo.  Un matrimonio, él de la Costa de Marfil y ella pigmea, se ocupa del cuidado de la casa de las niñas, de la comida y del cultivo de una pequeña huerta a escasos metros de la vivienda.

Muy cerca de esta casa se encuentra la vivienda de los profesores de la escuela. Este año estuvieron 2 voluntarias españolas durante 6 meses ayudando con la formación de las niñas. Dentro de la casa me llama la atención una nevera que funciona con bombonas de butano. Nunca imaginara tal cosa. Además las paredes están empapeladas con dibujos que las niñas les hicieron a sus maestras.

A pocos metros de esta casa,  en medio del complejo, nos encontramos con una instalación que lleva el sello de la marca SCAN WATER; Pablo nos cuenta la historia de esta curiosa edificación: “Una empresa sueca construyó unos 300 de estos en todo Camerún. Son depósitos de agua y purificadores a la vez. De ellos parten unos conductos y tuberías que llevan el agua hasta las aldeas. El inconveniente es que una vez construidos el pueblo tenía que pagar 500 francos al mes para tener derecho a su utilización; la gente aquí no puede permitirse pagar ese dinero por lo que nunca se llegaron a usar.  Es una pena que no se sepa invertir bien en este país.”
Seguimos con la excursión por el complejo de Pablo Paniagua. Nos enseña una iglesia, también construida por los alemanes hace más de 100 años. “Ahora está vacía, pero todos los domingos durante el curso escolar, no hay un solo asiento libre” dice el misionero.
Quirófano
Tras visitar la misión, una pequeña charla de descanso en el porche que hay frente a la casa, donde los mosquitos dibujan pequeños puntos rojos en nuestros brazos. Ahora que ya vimos todas las instalaciones y estamos disfrutando de la tranquilidad de la selva africana, Pablo Paniagua nos explica con más calma el funcionamiento del hospital.
Disponen de un quirófano donde ya se han hecho varias intervenciones, pero sobre todo donde muchas madres dan a luz. Las palabras de Paniagua se ven interrumpidas por un hombre que lleva en sus brazos a un niño moribundo. Rápidamente una enfermera sale para ver qué sucede. Pablo nos tranquiliza: “tiene malaria, pero es un chico joven y muy fuerte. Con los medicamentos que tenemos aquí en 3 días estará corriendo y jugando al fútbol con los demás niños. Lo que pasa es que la fiebre es tan alta que lo deja casi inconsciente”.

Quedan dos horas para que anochezca y decidimos ir a dar un paseo para conocer el entorno en el que vive el misionero. La gente muy amable me saluda y los niños vienen corriendo a darme flores o a tocar mi pelo que tanto les llama la atención. Pero también veo animadversión hacia el blanco por parte de otros, pues una madre le riñe a su hijo por saludarme efusivamente desde el porche de su casa. Pablo nos aclara que esto se debe a que en las escuelas a la hora de contar la historia del continente africano, nos ponen a nosotros los blancos, como invasores y culpables de la esclavitud que sufrió el pueblo africano hace no tantos años. “En cierto modo tienen toda la razón” dice. Yo también estoy de acuerdo con Pablo pues  nuestra raza maltrató y humilló a la suya y en muchos lugares todavía  lo siguen haciendo.

Pablo Paniagua con un niño que se curó en su hospital
El paseo no fue muy largo porque el sol enseguida se pone en estas tierras de fuego. Regresamos a la casa sobre las 6 y media de la tarde y ya casi había anochecido por completo. Un rico olor nos invitaba a entrar en la casa. Enriqueta había aprovechado las patatas que sobraron de la comida y las mezcló con repollo, eso constituiría nuestra cena de hoy, y de postre mango y piña de la tierra.

“Enriqueta cocinas demasiado bien. Qué suerte tiene Pablo contigo” le digo. Ella risueña se ríe y me responde “Merci señorita”. “Entiende bastante bien el español aunque no lo habla” me dice Pablo. Yo me esfuerzo todo lo posible por hablarle en francés, y entre “mercis” y “c’est trés bon” nos entendemos.

Después de una magnífica cena le digo a Pablo que me cuente historias que vivió en África. Nada más empezar ya me conquista con sus palabras. Cuando estalló la guerra entre utus y tutsis, Pablo se encontraba en Burundi. Serge, el cura perteneciente a los Mercedarios que me presentó a este misionero, fuera arrestado y encarcelado por pertenecer a los tutsi. Tenía que emprender un viaje a España, pero los utus lo habían cogido y no sabía si saldría vivo de allí. Pablo Paniagua gracias a un visado que consigue en la Embajada española, consigue sacarlo de la cárcel y llevarlo a Madrid.

Había escuchado esta historia en boca de Serge 4 días antes de encontrarme con Pablo, pero una vez más un escalofrío recorrió todo mi cuerpo cuando las palabras del hermano mercedario me atravesaban el alma hasta llegar a las entrañas. “El culpable del genocidio y todo lo ocurrido allí en 1994 es el presidente de Ruanda, Kagame” añade.

Tras esta y otras estremecedoras historias  nos vamos a la cama un poco tristes. Eran las 9 de la noche y solo quedaba una hora de luz eléctrica en la casa hasta el día siguiente a las 6 de la mañana ya que estábamos alejados de la civilización y la electricidad escasea por la zona.

Al día siguiente nos levantamos a las 7.30. Pablo ya nos esperaba para desayunar. Había preparado café, mantequilla, queso y leche en polvo. Almorzar queso me pareció todo un lujo ya que allí no hay vacas, la leche viene de Francia, y es muy cara por eso también se consume mayoritariamente en polvo. En general todo producto lácteo es caro, quizás de lo más caro que te puedas encontrar en un supermercado camerunés.

Pigmeos
A las 8 más o menos llegaba Gabriel. Sería el guía que nos acompañaría a mí y a Dinis por la selva para visitar el campamento de los pigmeos. Paniagua ya conocía a Gabriel desde hacía bastante tiempo y le inspiraba confianza. Pablo decidió quedarse en casa, pues dijo que ya no estaba para esos trotes. La expedición era montaña arriba durante 2 horas a pie atravesando la selva por un sendero estrecho y a veces saltando pequeños arroyos.

Cuando llegamos a la entrada del camino que accedía al campamento, un grupo de pigmeos nos impedía el acceso. Gabriel, en la lengua que hablan los pigmeos, les dijo que íbamos de parte del hermano Pablo Paniagua.  Este nombre era la entrada a cualquier lugar en aquella zona, al pronunciarlo todo eran facilidades.

Los pigmeos son una etnia nómada, de poca estatura, que vive en la selva alejada de la civilización y se alimenta de lo que caza y de las frutas que recolecta. Verlos en vaqueros y camisas de cuadros fue una sorpresa. Esperaba ver unas vestimentas hechas con hojas y lianas de los árboles.
Caminamos durante 45 minutos hasta llegar al primero de los campamentos. Una vez más la vida de los pigmeos ya no era tal y como me la imaginaba; ya no eran nómadas pues en este campamento tenían construcciones fijas, “asentadas”, hechas con troncos de los árboles y un tipo de arcilla que al secarse queda como una especie de cemento amarillo consistente. Se esconden, no quieren que los veamos; solo un niño pequeño, medio desnudo se acerca risueño, pero enseguida su madre le grita para que vuelva.

Jefe de un grupo de pigmeos
Continuamos el viaje selva arriba y aunque el día era soleado el espesor y el gran tamaño de los árboles simulaban el atardecer o un día oscuro, nublado. Después de otra hora de camino llegamos al segundo campamento que se encontraba en un gran claro de la selva. Aquí ya no solo tenían viviendas fijas sino que además tenían su propio huerto con plantaciones de iñame (típico fruto camerunés) y árboles de una fruta a la que ellos llamaban “prune”.  Casi no se ven ancianos en estos asentamientos pues aquí la esperanza de vida es muy corta. Las mujeres a los 12 años ya pueden ser madres. Los pigmeos son monógamos, pero muchas veces se aparean entre primos y hermanos, de ahí algunas de sus deformaciones y suelen tener entre 5 y 8 hijos. Los pigmeos tienen pocos conocimientos médicos y si no llevan a sus hijos a tiempo al hospital estos mueren. “Son tercos” dice, “pero poco a poco estoy consiguiendo que me traigan a la gente que se pone enferma. Una vez que están curados pueden irse, yo no los obligo a quedarse”. Además nos cuenta que uno de los mayores problemas de esta etnia es el alcohol. “Se emborrachan y no van a cazar ni recolectan fruta por lo que la familia pude estar varios días sin comer”.

El alcohol lo fabrican ellos (licor de palma) o lo compran en pequeñas tiendas de poblaciones cercanas donde lo venden en bolsitas de plástico azules de 25 cl. A lo largo del sendero de la selva que lleva a los dos campamentos, encontramos varias de estas bolsas azules tiradas en el suelo.
La vuelta se nos hizo más corta; quizás porque el camino ya nos resultaba familiar o porque no paramos tanto o como a la ida. Al bajar, en el primer campamento pigmeo, el jefe de ese grupo quiso que me hiciera una foto con él. Yo acepté encantada, ya que tenía la oportunidad de fotografiarme con un pigmeo, cosa que me había resultado imposible a lo largo de toda la mañana pues no querían ser fotografiados y todas las fotos que saqué fueron de extranjis.
Con Pablo Paniagua


Aquí terminaba nuestra estancia en Ngovayang. Después de dos días viviendo con Pablo Paniagua, nos despedimos de él y de Enriqueta y  pusimos rumbo a Yaoundé donde Serge y los demás novicios nos esperaban para cenar. 

martes, 4 de diciembre de 2012

CRÓNICA DE UNA BODA CAMERUNESA



Después de 10 años sin asistir a ninguna boda en España, es en Camerún donde estoy siendo testigo de una.  Sentada en primera fila y con un atuendo típicamente africano, no pierdo detalle de lo que está aconteciendo. Es todo tan… ¿diferente?

Ayer  viernes me avisaron de que hoy nos habían invitado a la boda de Charlotte y Honorat. ¿Y por qué? No era porque la novia fuera mi amiga íntima, ni una prima lejana, ni tan siquiera una compañera de trabajo o estudios, sino porque era una chica blanca que la prometida había conocido hace dos días en una casa, y ser blanca fue el motivo de mi invitación a esta ceremonia. Tener un invitado blanco en tu boda en el continente negro es sinónimo de importancia, de prestigio. Yo voy encantada, pues ¿qué mejor manera que adentrase en la cultura africana asistiendo a una celebración de este ámbito?

Cuando hace unos instantes llegábamos a la iglesia, nuestra sorpresa fue que la fiesta ya había comenzado. Los invitados y un hombre vestido con unas pieles,  de las que colgaban unas campanas, bailaban como no he visto bailar a nadie nunca.  El “hombre de las pieles” me invitó a bailar, y por mucho que lo intenté no logré seguirle el ritmo. ¡Atónita me quede con sus movimientos de cadera!

La boda empezaba a la una del mediodía, pero ya son las dos menos cuarto y la novia todavía no ha llegado. Miro al novio, solo ante el altar, observado por cientos de ojos que esperan impacientes el comienzo de la ceremonia nupcial. Está nervioso, se mueve de aquí para allá, habla con su madre, con su padre, con el sacerdote. Sus hijos, sentados en el banco contiguo al mío también están inquietos. La pareja tiene 5 hijos. Esto sorprende, pero a continuación me explican que no pudieron casarse antes de tener a las criaturas por falta de dinero para la fiesta. La más pequeña apenas tiene 2 años y se duerme en brazos de su abuela materna. Los otros 4, ya mayores, corretean por los pasillos de la iglesia interrumpiéndoles el paso a algunos invitados que llegan a última hora.  Mientras la novia no llega ojeo el programa que un chico muy amable me dio al entrar a la iglesia. Está llenó de oraciones y cánticos populares en ewondo (una de las lenguas nativas que se habla hoy en día en Camerún) además de los votos matrimoniales. Son nada más y nada menos que 30 hojitas de  programa.

 De repente se oyen susurros y acto seguido el silencio impera en la pequeña, pero acogedora iglesia. Es la novia que acaba de entrar, y se dirige hacia el altar. Suena música y el coro canta, pero no es la mítica marcha nupcial de Wargner que aquí conocemos, si no algo “muy africano” con tambores de por medio. La novia llega al presbiterio cogida del brazo de su padre. Viste un vestido blanco con un lazo verde y el rostro oculto bajo un velo. Quizás me esperaba algo más colorido con telas del país, pero el novio también lleva un traje negro y una corbata.

Con una hora de retraso comienza la ceremonia. El padre Carlos es el cura que los va a casar. Carlos es salamantino, pero lleva viviendo en África más de 35 años y conoce a los novios a la perfección. Entre oración y oración el coro canta acompañado por instrumentos característicos del país y los invitados bailan y cantan a ritmo de los tambores. Nunca me hubiera imaginado asistir a una boda en la que primara la música y la diversión de los asistentes.

Ya va una hora de ceremonia y el tiempo se me pasa volando. Si estuviera en España el enlace ya habría terminado. Pero aquí continúo en primera fila sentada al lado de una señora que me invita a cantar y a bailar con ella. Se ríe cuando intento cantar en ewondo, aunque me anima y me dice mientras sonríe “c’est bien, c’est bien”. Continúa la fiesta, y ahora el hermano de la novia da un sermón en ewondo, mientras la gente responde “amén”, entre frase y frase.  Miro en el programa y veo que a continuación del discurso vienen los votos matrimoniales, pero antes, de nuevo, música para nuestros oídos. Ya más animada bailo con la señora que se preocupa de que me integre en la boda con el resto de invitados.  Con esto ya van 2 horas de eucaristía, pero continúa este casamiento que parece no tener fin entre los gritos de los presentes.

Se está formando una gran fila en el pasillo central, pero no me atrevo a preguntar por qué. Me imagino que será para comulgar pero enseguida me doy cuenta de que no es así. La gente porta grandes cajas y obsequios para los novios, que,  mientras mueven sus caderas y cantan van en procesión hacia el altar a dejar todos los regalos. Los curas, por muy extraño que parezca, también se unen al baile de los novios. ¡Menudo espectáculo! Como estoy en primera fila, aun que sea en un lateral, puedo ver con claridad lo que les regalan a la pareja: desde frutas variadas, hasta cubertería, o ropa de cama.

Ya van 3 horas de ceremonia  y esta pequeña gran fiesta se está terminando. Mi amigo Serge se levanta y nos dice que le acompañemos a fuera porque se están sirviendo pinchos y bebidas. Al salir nos encontramos una gran multitud de gente abalanzándose hacia las mesas repletas de comida. La verdad es que 3 horas de boda te abren el apetito y mucho. Charlotte y Honorat se acercaron y nos dieron las gracias por asistir a su ceremonia nupcial.

Después de haber presenciado algo tan mágico no encuentro una palabra que describa con exactitud este acontecimiento, pues miles de sensaciones recorren mi cuerpo.




lunes, 17 de septiembre de 2012

Pies mojados



Cuando las aguas del río Wuri se volvían turbias, comenzó a llover en Duala. El caos aumentó; la ciudad se inundó de ruido y jaleo. Una gran caravana de coches se había quedado atascada en la ciudad debido a la gran afluencia de gente que corría hacía sus casas intentado protegerse de la gran tormenta que estaba cayendo. Los vendedores ambulantes intentaban resguardar sus bienes bajo los árboles, y alguno, con suerte, tenía un plástico agujereado y con eso los tapaba.

Unas buenas katiuskas eran el calzado ideal para ese momento, pero los cameruneses caminaban con unas simples chanclas, perfectas para la evacuación del agua. Para muchos, las chanclas eran un método muy sofisticado de evacuación del agua, por eso preferían andar descalzos y sin ninguna preocupación.

Después de toda tormenta siempre llega la calma; y así fue. Estuvo lloviendo sin cesar durante más de una hora y cuando paró fue como si nada. Las nubes le fueron abriendo paso al sol; los coches empezaron a circular; los niños volvieron a salir a la calle a jugar; los vendedores te paraban y te ofrecían unas telas mojadas. Decían que hacía calor y que pronto se secaban. Y los pies, ya estaban secos y listo para la siguiente regata. Todo sucedió tan rápido que parecía que nunca hubiese llovido en la ciudad.

¿Que si se encrespa el pelo? ¿Catarro después de tal mojadura? ¿Y la ropa mojada? Esas no son preocupaciones en una ciudad de pies descalzos. Mientras la casita de barro siguiese de una pieza, todo iba sobre ruedas.

jueves, 21 de junio de 2012

Tous esemble



Podría decirse que una parte de mi quedó en África, hace 10 meses. Todavía no me hago a la idea de que este Agosto no estaré en Camerún. No podré recorrer los caminos rojizos que me llevaban hasta los pigmeos, o jugar con los niños que iban a por agua. No podré saborear una cerveza negra debajo de una planta de cacao, ni comprar plátanos a los muchachos de los peajes de la carretera que me llevaba a Kribi.

Youndé
En Youndé no hacía falta despertador. La luz del día y la gran fauna de insectos que rodeaban la casa te daban los buenos días tocando una sinfonía en La mayor mientras en la cocina empezaban las bromas y los cánticos africanos. “Bambakiri” gritaban entre risas cuando entraba en el comedor a desayunar. Pronto aprendí a contestar a los buenos días africanos, “Kirimba, mon amis”. Para ellos fue todo un logro enseñarme unas cuantas palabras en Ewondo, y también lo fue para mí aprenderlas.

¡Qué gran variedad de frutas! Papaya, piña, mango, aguacate, plátanos… ¡Menudo festín me pegaba por las mañanas! Aunque todo se consumía en cuanto subía a la furgoneta. Todos los días eran una lucha constante entre permanecer sentada y no golpearte la cabeza ya que más que carreteras eran como pistas llenas de obstáculos: grandes baches, un árbol caído, una cabra que quería hacerse la valiente, etc. A pesar de todo era divertido. Echo de menos no pegar un brinco en el asiento del coche. Ya era como una costumbre, algo rutinario, al fin y al cabo, una atracción.

La fête
No puedo olvidarme de Ginho o Sussan, que en cuanto me veían sonreían y corrían hacia a mí en busca de un globo o un dibujo. Tampoco de los chistes malos de Serge: “Chocolate negro en el continente negro”, o su famosa palabra cuando algo le sorprendía: “¡Atisamba!”, decía mientras se golpeaba la frente con la mano. Acto seguido toda la sala soltaba una carcajada de complicidad. Tampoco olvido a Fabrice, Emmanuel, Jean- Jaques y su fiesta de novicios donde todos bailamos al ritmo de “Tchokolo – Tchokolo”. Recuerdo aquel (¿catastrófico?) partido de baloncesto con los chicos de Bastós, Dieudonné y Constantine, a Dinis y sus historias, sus clases de aprender a vivir, así como de gramática francesa, y el “¡que bom gentes!” de Jules marcaron un “avant” y un “après”.

Mon petits chéris
Cuando me decían que las despedidas eran difíciles yo discrepaba. Pero me di cuenta de que estaban en lo cierto cuando tuve que volver de ese continente que me hechizó, me enamoró, y me robo un pedazo de mi ser.

Tengo que volver, y cuando lo haga será para quedarme.