Llevaba
11 días perdida por la capital de Camerún y el tiempo me acompañaba: no llovía
ni hacía demasiado calor. Al día siguiente emprendía mi viaje a
Ngovayang donde el hermano Pablo Paniagua me esperaba para comer. En África la mayoría
de las carreteras son pistas de tierra, con lo que 240 km, se convertían en una
larga mañana de viaje.
Salí
a las 8.15 de la mañana de Yaoundé con el hermano mercedario Dinis quien
condujo durante todo el viaje. Dejamos
atrás los atascos y baches de la capital camerunesa, señales de limitación de
velocidad y zona escolar. A las 2 horas y media de viaje paramos a descansar
cerca de un río. Cuanto más nos acercábamos al sur más se notaba la humedad y
el calor.
Era la una y cuarto del mediodía cuando llegamos a Ngovayang. Pablo Paniagua nos esperaba con los brazos abiertos. Después de las presentaciones y algún que otro chiste de gallegos, nos dirigimos hacia el comedor, donde en la mesa había todo tipo de manjares. Enriqueta, cocinera y ayudante de Paniagua en las labores del hogar, había preparado un sopa, patatas guisadas con carne, ensalada y de postre piña recién cogida de la tierra. Era una mujer muy risueña y atenta así como educada. Tenía 38 años y 5 hijos; está muy feliz porque dentro de 2 semanas se casará con el padre de sus hijos, con el que lleva viviendo más de 20 años, pero por motivos de dinero, no pudieron celebrar antes la boda.
Enriqueta |
Pablo
nació en Carballiño, Ourense, hace 74 años. Claro que tiene morriña gallega,
pero toda su vida está en África. Es una persona excepcional, y muy
entrañable. Pablo Paniagua es hermano de
la congregación religiosa de los mercedarios. Cuando tuvo que regresar a
España, le asignaron el cargo de bibliotecario en Poio. Triste y deprimido,
Pablo no podía seguir llevando aquella vida de silencio entre libros. Aquello era una tortura para él; un hombre
lleno de vida, que pasó por muchas vicisitudes en el continente negro, tenía
que regresar a su hogar, tenía que regresar a África. Su labor ahora es
integrar poco a poco a la etnia pigmea en la civilización africana. Con mucho
esfuerzo y dedicación lo está consiguiendo. Durante dos días el hermano
Paniagua me acogió en su casa colonial la cual tenía más de 100 años de
historia, pues la habían construido los alemanes en época de colonización.
Después
de comer no hubo tiempo de siesta. Había que aprovechar al máximo el viaje y la
estancia en Ngovayang. Pablo nos enseña todas las instalaciones que allí tenía,
como el hospital, un proyecto de Médicos Mundi que gestiona él con personal
camerunés. En este pequeño centro
hospitalario solo disponen de un médico que está 3 días a la semana. El resto
del tiempo lo pasa en Kribi, una pequeña ciudad costera a 90km de
Ngovayang, donde reinan las playas
vírgenes, y que ya ha sido invadida por
los “guiris”. Además
del hospital, Pablo Paniagua ha construido un colegio para las niñas
pigmeas. Hay dos naves para la escuela,
y la llanta de una rueda de un coche es el “timbre” que indica el inicio y el
final de las clases.
Muy cerca de
esta casa se encuentra la vivienda de los profesores de la escuela. Este año
estuvieron 2 voluntarias españolas durante 6 meses ayudando con la formación de
las niñas. Dentro de la casa me llama la atención una nevera que funciona con
bombonas de butano. Nunca imaginara tal cosa. Además las paredes están
empapeladas con dibujos que las niñas les hicieron a sus maestras.
A pocos
metros de esta casa, en medio del
complejo, nos encontramos con una instalación que lleva el sello de la marca SCAN WATER; Pablo nos cuenta la historia
de esta curiosa edificación: “Una empresa sueca construyó unos 300 de estos en
todo Camerún. Son depósitos de agua y purificadores a la vez. De ellos parten
unos conductos y tuberías que llevan el agua hasta las aldeas. El inconveniente
es que una vez construidos el pueblo tenía que pagar 500 francos al mes para
tener derecho a su utilización; la gente aquí no puede permitirse pagar ese
dinero por lo que nunca se llegaron a usar.
Es una pena que no se sepa invertir bien en este país.”
Seguimos
con la excursión por el complejo de Pablo Paniagua. Nos enseña una iglesia,
también construida por los alemanes hace más de 100 años. “Ahora está vacía,
pero todos los domingos durante el curso escolar, no hay un solo asiento libre”
dice el misionero.
Quirófano |
Tras
visitar la misión, una pequeña charla de descanso en el porche que hay frente a
la casa, donde los mosquitos dibujan pequeños puntos rojos en nuestros brazos.
Ahora que ya vimos todas las instalaciones y estamos disfrutando de la tranquilidad
de la selva africana, Pablo Paniagua nos explica con más calma el
funcionamiento del hospital.
Disponen
de un quirófano donde ya se han hecho varias intervenciones, pero sobre todo
donde muchas madres dan a luz. Las palabras de Paniagua se ven interrumpidas
por un hombre que lleva en sus brazos a un niño moribundo. Rápidamente una
enfermera sale para ver qué sucede. Pablo nos tranquiliza: “tiene malaria, pero
es un chico joven y muy fuerte. Con los medicamentos que tenemos aquí en 3 días
estará corriendo y jugando al fútbol con los demás niños. Lo que pasa es que la
fiebre es tan alta que lo deja casi inconsciente”.
Quedan
dos horas para que anochezca y decidimos ir a dar un paseo para conocer el
entorno en el que vive el misionero. La gente muy amable me saluda y los niños
vienen corriendo a darme flores o a tocar mi pelo que tanto les llama la
atención. Pero también veo animadversión hacia el blanco por parte de otros,
pues una madre le riñe a su hijo por saludarme efusivamente desde el porche de
su casa. Pablo nos aclara que esto se debe a que en las escuelas a la hora de
contar la historia del continente africano, nos ponen a nosotros los blancos,
como invasores y culpables de la esclavitud que sufrió el pueblo africano hace
no tantos años. “En cierto modo tienen toda la razón” dice. Yo también estoy de
acuerdo con Pablo pues nuestra raza
maltrató y humilló a la suya y en muchos lugares todavía lo siguen haciendo.
Pablo Paniagua con un niño que se curó en su hospital |
El
paseo no fue muy largo porque el sol enseguida se pone en estas tierras de
fuego. Regresamos a la casa sobre las 6 y media de la tarde y ya casi había
anochecido por completo. Un rico olor nos invitaba a entrar en la casa.
Enriqueta había aprovechado las patatas que sobraron de la comida y las mezcló
con repollo, eso constituiría nuestra cena de hoy, y de postre mango y piña de
la tierra.
“Enriqueta
cocinas demasiado bien. Qué suerte tiene Pablo contigo” le digo. Ella risueña
se ríe y me responde “Merci señorita”. “Entiende bastante bien el español
aunque no lo habla” me dice Pablo. Yo me esfuerzo todo lo posible por hablarle
en francés, y entre “mercis” y “c’est trés bon” nos entendemos.
Después
de una magnífica cena le digo a Pablo que me cuente historias que vivió en
África. Nada más empezar ya me conquista con sus palabras. Cuando estalló la
guerra entre utus y tutsis, Pablo se encontraba en Burundi. Serge, el cura
perteneciente a los Mercedarios que me presentó a este misionero, fuera
arrestado y encarcelado por pertenecer a los tutsi. Tenía que emprender un
viaje a España, pero los utus lo habían cogido y no sabía si saldría vivo de
allí. Pablo Paniagua gracias a un visado que consigue en la Embajada española,
consigue sacarlo de la cárcel y llevarlo a Madrid.
Había
escuchado esta historia en boca de Serge 4 días antes de encontrarme con Pablo,
pero una vez más un escalofrío recorrió todo mi cuerpo cuando las palabras del
hermano mercedario me atravesaban el alma hasta llegar a las entrañas. “El
culpable del genocidio y todo lo ocurrido allí en 1994 es el presidente de
Ruanda, Kagame” añade.
Tras
esta y otras estremecedoras historias nos vamos a la cama un poco tristes. Eran las
9 de la noche y solo quedaba una hora de luz eléctrica en la casa hasta el día
siguiente a las 6 de la mañana ya que estábamos alejados de la civilización y
la electricidad escasea por la zona.
Al
día siguiente nos levantamos a las 7.30. Pablo ya nos esperaba para desayunar.
Había preparado café, mantequilla, queso y leche en polvo. Almorzar queso me
pareció todo un lujo ya que allí no hay vacas, la leche viene de Francia, y es
muy cara por eso también se consume mayoritariamente en polvo. En general todo
producto lácteo es caro, quizás de lo más caro que te puedas encontrar en un
supermercado camerunés.
Pigmeos |
A
las 8 más o menos llegaba Gabriel. Sería el guía que nos acompañaría a mí y a
Dinis por la selva para visitar el campamento de los pigmeos. Paniagua ya
conocía a Gabriel desde hacía bastante tiempo y le inspiraba confianza. Pablo
decidió quedarse en casa, pues dijo que ya no estaba para esos trotes. La
expedición era montaña arriba durante 2 horas a pie atravesando la selva por un
sendero estrecho y a veces saltando pequeños arroyos.
Cuando
llegamos a la entrada del camino que accedía al campamento, un grupo de pigmeos
nos impedía el acceso. Gabriel, en la lengua que hablan los pigmeos, les dijo
que íbamos de parte del hermano Pablo Paniagua.
Este nombre era la entrada a cualquier lugar en aquella zona, al pronunciarlo
todo eran facilidades.
Los
pigmeos son una etnia nómada, de poca estatura, que vive en la selva alejada de
la civilización y se alimenta de lo que caza y de las frutas que recolecta.
Verlos en vaqueros y camisas de cuadros fue una sorpresa. Esperaba ver unas
vestimentas hechas con hojas y lianas de los árboles.
Caminamos
durante 45 minutos hasta llegar al primero de los campamentos. Una vez más la
vida de los pigmeos ya no era tal y como me la imaginaba; ya no eran nómadas
pues en este campamento tenían construcciones fijas, “asentadas”, hechas con
troncos de los árboles y un tipo de arcilla que al secarse queda como una
especie de cemento amarillo consistente. Se esconden, no quieren que los
veamos; solo un niño pequeño, medio desnudo se acerca risueño, pero enseguida
su madre le grita para que vuelva.
Jefe de un grupo de pigmeos |
Continuamos
el viaje selva arriba y aunque el día era soleado el espesor y el gran tamaño
de los árboles simulaban el atardecer o un día oscuro, nublado. Después de otra
hora de camino llegamos al segundo campamento que se encontraba en un gran
claro de la selva. Aquí ya no solo tenían viviendas fijas sino que además
tenían su propio huerto con plantaciones de iñame (típico fruto camerunés) y
árboles de una fruta a la que ellos llamaban “prune”. Casi no se ven ancianos en estos asentamientos
pues aquí la esperanza de vida es muy corta. Las mujeres a los 12 años ya
pueden ser madres. Los pigmeos son monógamos, pero muchas veces se aparean
entre primos y hermanos, de ahí algunas de sus deformaciones y suelen tener
entre 5 y 8 hijos. Los pigmeos tienen pocos conocimientos médicos y si no
llevan a sus hijos a tiempo al hospital estos mueren. “Son tercos” dice, “pero
poco a poco estoy consiguiendo que me traigan a la gente que se pone enferma.
Una vez que están curados pueden irse, yo no los obligo a quedarse”. Además nos
cuenta que uno de los mayores problemas de esta etnia es el alcohol. “Se
emborrachan y no van a cazar ni recolectan fruta por lo que la familia pude
estar varios días sin comer”.
El
alcohol lo fabrican ellos (licor de palma) o lo compran en pequeñas tiendas de
poblaciones cercanas donde lo venden en bolsitas de plástico azules de 25 cl. A
lo largo del sendero de la selva que lleva a los dos campamentos, encontramos
varias de estas bolsas azules tiradas en el suelo.
La
vuelta se nos hizo más corta; quizás porque el camino ya nos resultaba familiar
o porque no paramos tanto o como a la ida. Al bajar, en el primer campamento
pigmeo, el jefe de ese grupo quiso que me hiciera una foto con él. Yo acepté
encantada, ya que tenía la oportunidad de fotografiarme con un pigmeo, cosa que
me había resultado imposible a lo largo de toda la mañana pues no querían ser
fotografiados y todas las fotos que saqué fueron de extranjis.
Con Pablo Paniagua |
Aquí terminaba nuestra estancia en Ngovayang. Después de dos días viviendo con Pablo Paniagua, nos despedimos de él y de Enriqueta y pusimos rumbo a Yaoundé donde Serge y los demás novicios nos esperaban para cenar.