Cuando las aguas del río Wuri se volvían turbias, comenzó a
llover en Duala. El caos aumentó; la ciudad se inundó de ruido y jaleo. Una gran
caravana de coches se había quedado atascada en la ciudad debido a la gran
afluencia de gente que corría hacía sus casas intentado protegerse de la gran
tormenta que estaba cayendo. Los vendedores ambulantes intentaban resguardar
sus bienes bajo los árboles, y alguno, con suerte, tenía un plástico agujereado
y con eso los tapaba.
Después de toda tormenta siempre llega la calma; y así fue.
Estuvo lloviendo sin cesar durante más de una hora y cuando paró fue como si
nada. Las nubes le fueron abriendo paso al sol; los coches empezaron a
circular; los niños volvieron a salir a la calle a jugar; los vendedores te
paraban y te ofrecían unas telas mojadas. Decían que hacía calor y que pronto
se secaban. Y los pies, ya estaban secos y listo para la siguiente regata. Todo
sucedió tan rápido que parecía que nunca hubiese llovido en la ciudad.
¿Que si se encrespa el pelo? ¿Catarro después de tal
mojadura? ¿Y la ropa mojada? Esas no son preocupaciones en una ciudad de pies
descalzos. Mientras la casita de barro siguiese de una pieza, todo iba sobre
ruedas.
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